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Mi vida hecha ajedrez

[porque en el fondo nunca el peón se come al rey ]

vida moderna.

jueves, noviembre 29, 2007



Te lo digo, iba con fonos pero escuché igual. Tal vez fue en la pausa silenciosa entre canción y canción. A mi me dan risa esas situaciones: vas caminando, pensando en nada, escuchando Calamaro, o alguna huevada de esas, y de pronto se te cruza alguien y entonces todo, pensamiento, imagen, música, todo, pasa a segundo plano. Bueno, te decía, iba caminando y me encuentro con esta pareja de colegiales de la mano. Más de dieciséis años no tenían. Tal vez hasta quince, catorce. Eran de un mismo colegio, eso sí, vestían igual: ella era pequeña, de pelo castaño, muy finita, pequeñita, fuera de toda moda pokemona aún... una niña,¿entiendes? Él, flaco también, pero un poco más alto que ella. Y claro, tampoco escapaba a la condición de niño, ¿ves?. La forma de hablar te dejaba todo claro. Iban de la mano, caminando por la plaza del hospital, hacia abajo, hacia Avenida Alemania. A primera vista eran una pareja normal. Un par de pendejos enamorados como tantos. No quiero parecer un tipo ciego con los nuevos tiempos que vivimos, pero de todas formas me sorprendí al escucharlos hablar:

- Yo quiero ponerle Víctor, y me da rabia, lo que no cachan es que es mi hijo poh.
- Obvio... que tu tía no se meta, si es de nosotros.

No sé si me entiendes, tantas parejas sufriendo por lo mismo, y ellos, pateando piedrecillas, caminando relajados sin siquiera darle más vueltas. Pensé en lo normal que era para ellos la situación, la paternidad, después de quizás qué dramas, ¿entiendes?. Pensé en lo mucho que tuvo que costarles asumir las responsabilidades; aquellas de las que siquiera tenían idea, de las que se imaginaban que vendría. Fin de muñecas, comienza la adultez forzada. Qué historia que había atrás. Por otro lado, viendo la ternura y la suavidad de sus conversaciones, me daba cuenta que, fuera como fuera, ahí existía un sentimiento de verdad. No me atrevo a hablar de amor por que, no sé, a esa edad las cosas son distintas. Pero igual lo parecía. Es lo que a mí me parecía.

En fin, yo camino rápido y los pasé. Avancé varios metros y, después de un rato, los perdí de vista. Entonces se me mezclaron varias ideas en mi cabezota: viajes, las galletitas de limón de mi mamá, el examen y la puta dicertación que aún tengo que dar. En definitiva, olvidé lo de los pequeños padres enamorados. Es así mi cabeza, la de todos supongo. No piensas de a uno.

Y bueno, llego al portal temuco, me subo a la micro , saco mi libro y me acomodo para el viaje de veinte minutos. Es lo de todos los días, pero distinto. Por que todos los días veo alguna huevada para describir. Como hoy. En eso estaba sonando Travis cuando miro por la ventanilla, a la derecha. Eran ellos otra vez, graciosamente estaban a mi vista como diciendo "acuérdate que te llamamos la atención, idiota". Y los veo de la mano, en una esquina, hablando aún, mirándose frente a frente, en medio de pura gente más grande que ellos, sonriendo y, tal vez, divagando en muchas de las otras cosas que se les venía encima. Fue extraño, fueron varios minutos en que formaron parte de mi cabeza, de mis ideas, ¿cachai?. Aún así retomé mi libro y el bus partió a toda raja. En un par de minutos olvidaría lo que pasó, pero lo recordaría al llegar, después de tomar once. Entonces decidiría escribirlo, por que estas cosas no tienen que pasar por que sí. Por que, en definitiva, todo tiene sentido. Por muy chanta que suene a estas alturas de esta vida moderna.



niño, niña.

martes, noviembre 06, 2007




Yo tuve un perro blanco con café. Un perro lanudo de patas cortas y cuerpo rechoncho con cejas claras Era un perro serpiente con antena curva en su trasero. Aunque en realidad no era café, sino anaranjado. Era bueno para morder pelotas, asustar gatos y cruzar las calles sin mirar (se salvó de varias). Este perro lo tuve desde los diez u once años y fue buen amigo. Bueno y fiel. Llegó a mi casa en una de mis vacaciones de verano, mi vieja lo tenía de sorpresa-expuesta (Siempre lo supe, por eso digo expuesta). Era malas pulgas el peyo, mañoso como pocos: cuando lo apuntaba con mi mano, me mostraba los dientes y se mordía la cola dando vueltas a mil por hora. Nunca entendí que le molestó de eso. Me acuerdo que veces violaba las piernas de mis amigos, en un amor excesivo, y otras siquiera los dejaba entrar a la casa. Una locura. En los años que vivió con nosotros fue testigo de muchas cosas. Se perdió un par de veces, pero siempre volvió. Ah, y tuvo que compartir su espacio con un gato, y lo quiso tanto que, incluso, durmió con él (en buen sentido), en un ejemplo de tolerancia que ni en humanos he visto. "Niño", así se llamaba. Bueno, así lo llamó mi vieja y se acostumbró. Yo estaba de vacaciones, ya lo dije, cuando volví ya tenía nombre. Niño: bizarro, por decirlo menos.

A mis 18 años, en medio de cambios bien fuertes, mi perro murió. De viejo, de cansado, de hora cumplida y esas cosas. Y sufrimos harto. Tanto que, en medio de la pena, dijimos no tener más mascotas.

Son varios años desde ese día, y mi vieja, que prometió no volver a tener animales (incluido yo, supongo) adoptó a esta linda perrita salchicha, una cosa juguetona. Cada vez llego a la casa muerde mis zapatillas y se revuelca de alegría. En poco se parece al anterior.
¿Su nombre? Adivinaron… Niña. Las vueltas de la vida tienen su lado planificado.